jueves. 25.04.2024

Bernabéu y la tortilla de patatas

Una noche de 1966, el madridismo celebraba su sexta Copa de Europa en la insulsa Bruselas. La victoria ante el Partizán de Belgrado de los "ye-ye" (Pirri, Amancio, Velázquez...) suponía recuperar el cetro continental tras años en que la Benfica de Eusebio y los dos equipos de Milán habían hecho dado dolorosas raciones de ricino a los blancos. Como homenaje, un cocincero del hotel sirvió una tortilla de patatas con tan buena voluntad como mal remate, lo que motivó las risas de uno de los jugadores. Cuenta la anécdota que Santiago Bernabéu empatizó con el cocinero y valoró el fallido detalle hasta el punto de que ordenó cancelar el contrato del futbolista. El Real Madrid no estaba, decía, para despreciar a quienes trataban de corazón de ensalzar la imagen patria. Hablamos del mismo presidente que ordenó a sus jugadores que fueran a entrenar en los mismos Seat 600 con los que iban a verlos los miles de trabajadores que pagaban religiosamente sus entradas para verlos jugar.

 

Cuarenta y tres años después de aquello, quien firma esto compartía café en un hermoso lugar de la sierra madrileña con un afamado periodista de la radio nocturna. Un día antes, Cristiano Ronaldo había llenado el Bernabéu para su presentación. Cuando comentábamos la jugada, le dije que yo hubiera abierto el programa con un psicólogo que explicase que llevaba a no se cuantas mil almas a congregarse en un caluroso Madrid y pagar una entrada para ver a un tipo dando cuatro patadas a un balón y diciendo "Hala, Madrid". Mi interlocutor -alejado ya de las parrillas nocturnas- me confesó que lo había barajado y que, incluso, no era la primera vez en esas horas que alguien le había hecho la citada sugerencia.

 

Cristiano Ronaldo es uno de los mejores jugadores de su época. Esta versión blanca y 2.0 del mejor Stoichkov representa ambición, trabajo, entrega, superación. Pero muy lejos de aquella imagen de embajada universal de los valores colectivos y de la decencia que un día representó el fútbol. Ni siquiera, capaz de dar la cara a la salida de un juzgado; repitiendo la retahila de autobombo ante un juez; despreciando a la misma prensa que ha convertido -nostra culpa- en noticia un tinte de pelo o unas botas de cierto color y marca. Todo ello, en los momentos en que el Fútbol Club Barcelona está a punto de realizar la mayor venta de la historia. Neymar  no vale 223 millones de euros. Ni el ni, como diría el castizo, Cristo Bendito. Y menos cuando la mayor crisis social y financiera de nuestro país esta lejos de ser un amargo recuerdo del pasado. Lo peor es la burda teoría de la conspiración -periférica o mesetaria, a gusto de cada cual- que compran y defienden los fans que aplauden a los defraudadores en los juzgados. Supongo que no serán conscientes del daño que hacen esas conductas a la Hacienda pública; a las pensiones y hospitales no de Cristiano o Messi, sino la de todos nosotros. Empezando por quienes los jalean.

 

Creo que fue Angel Cappa quien decidió retirarse del fútbol cuando llegó a un vestuario y descubrió que cada jugador tenía su asesor de imagen, su programador web y su jefe de prensa. Mi generación ha visto jugar a los ya mencionados, Maradona, Zidane, Ronaldo (Nazario), Iniesta, Busquets, Xavi, Pirlo, Gerrard, Kahn, Casillas o los cuatro mejores defensas de la historia: Puyol, Baresi, Roberto Carlos y Maldini. Pero el fútbol en manos de fondos de inversión, de capital riesgo; de mundiales en lugares desérticos, clásicos a cualquier precio y en cualquier lugar y de dirigentes bajo fianza empieza a ser una cuestión de esnobismo camino de ser antipático. ¡Qué lejos, pues, de aquella tortilla de patatas de un voluntarioso cocinero belga!

 

 

Bernabéu y la tortilla de patatas