jueves. 25.04.2024

La sangre y la ceniza

No recuerdo exactamente de donde venían mis 19 años cuando abrí la puerta de mi casa y encontré a mi familia mirando el televisor con los ojos como platos. "Un concejal del PP. Lo acaban de secuestrar y dicen que lo van a matar en 48 horas. En Ermua, un pueblo de Vizcaya", fue la respuesta que me espetó mi padre cuando pregunté que pasaba. Me uní a la ceremonia de la contemplación; recuerdo como si fuera ahora la imagen de aquel padre entrando en el portal y adivinando por la presencia de medios de comunicación que a su hijo le había pasado algo.

 

Su hijo se llamaba Miguel Ángel Blanco. Un anónimo contable, de un recóndito pueblo del que era concejal, y al que la muerte secuestró esperando un tren de cercanías. Un tipo cualquiera: una novia, unos planes de boda e hipoteca, al parecer cantante de un grupo más de tantos aficionados. Ese -creo- fue el motivo principal de que a España entera se le helara el corazón un mes de julio. Que cualquiera podríamos haber sido el. Recuerdo las lágrimas contenidas de algunas veteranas compañeras de profesión anunciando el fallecimiento; la conversación en el partido de fútbol semanal que jugaba con la pandilla. Recuerdo no comprender nada, ni saber para qué coño iba a servir que Alcalde Sánchez Prado y Plaza de África se abarrotaran de manos blancas y lazos azules. Como tantos otros sitios de España.

 

Yo de Ermua solo había hablado una vez hasta entonces. Fue unos meses antes, en unas vacaciones en las que estrenamos un Seat Toledo con el que mi padre había decidido poner fin a tantos años de Renault 6 con un llamativo azul vaquero. Fue en Logroño; ciudad a la que mi familia regresaba después de décadas y de la que yo no tenía recuerdos pese a haber estado a punto de nacer ahí. La dueña de un asador empatizó con nosotros, los últimos clientes antes del cierre, y se sentó a charlar. Me llamó la atención el inmenso alivio con el que confesaba regentar aquel restaurante que los tenía esclavizados. Habían preferido eso, fuera de su tierra, a la seguridad de equis trienios en una fábrica donde el ganaba suficiente dinero como para mantener la casa, a base de jornadas intensivas. El motivo: los niños se les hacían mayores, y les daba pavor que pudieran caer en determinados ambientes con los que habían mantenido una eficaz distancia hasta el momento. Creo recordar que habían residido en aquel pueblo.

 

Veinte años después de aquel asesinato a sangre fría -tal vez el más sádico de la banda desde el de José María Ryan -, sigo preguntándome que hubiera podido pasar si aquel final se hubiese escrito de modo contrario. Si a Miguel Ángel le da por no ir a trabajar ese día. Si se encuentra a tiempo el zulo donde lo tenían secuestrado. Y casi tanto como el asesinato, me indigna pensar en la mancha de sinvergüenzas que se camuflaron bajo las siglas por las que dió su vida para asaltar bancos o desvalijar regiones desde dentro, así como las indirectas del más odioso de los jesuítas.

 

Veinte años después, el perdón se lo reservo a los familiares de cada víctima -¿quién soy yo?-, pero hasta entonces me comprometo a no olvidar mientras la memoria no me abandone. Y por ello, a los escritores del relato amigable y comprensivo con las tesis de ETA, en estos tiempos de posverdad, les digo que les han salido miles de granos en el culo. Yo, uno de ellos. Que no vamos a dejar de recordar las condiciones del cautiverio de Ortega Lara o que, un mal día, un chaval salió para trabajar como contable y murió solo, aterrado y secuestrado 48 horas después. Y que no les debemos nada absolutamente por dejar de matar o secuestrar. Que en este "conflicto" unos pusieron las nucas y otros las pistolas.

 

Fernando Aramburu ha escrito "El Relato" de los hechos. "Patria"  es magistral, imprescindible, la mejor novela española en lo que llevamos de siglo. Una historia de sangre y ceniza, como el título de la obra teatral sobre el tormento de Miguel Servet firmad por Alfonso Sastre. Lástima que el intelectual ¿? fuese tan sensible con el aragonés y no fuese capaz de ver que esa sangre y esa ceniza fueron derramadas y encendidas delante de sus ojos por la gente cuya candidatura al Parlamento Europeo no dudó en encabezar en 2009. Esta es la hipocresía de aquellos, como la de Jon Iñárritu cuando pregunta por los derechos humanos de los migrantes en Ceuta y Melilla -cuestión esencial, sin duda- pero se olvida de que su partido aún no ha  condenado uno de los movimientos más fascistas que ha conocido Europa desde la Segunda Guerra Mundial.

 

La sangre y la ceniza